Obsolescencia programada: engaño al consumidor

Todos hemos contemplado alguna vez cómo aparatos que deberían tener todavía un buen funcionamiento se estropean sin motivo aparente. No los hemos maltratado ni dado un mal uso. Tampoco los hemos lanzado al vacío desde una altura considerable ni los hemos dejado en manos de los más pequeños de la casa para que les encuentren nuevas funciones. Lo dicho, sin motivo aparente. No pasa nada, las cosas se estropean.

Tras el disgusto inicial los llevamos a reparar, algo que debería ser fácil en la sociedad del siglo XXI, con portentosos avances en técnicas de fabricación, ingeniería, mantenimiento, etc. Pronto descubrimos que fácil, fácil, no va a ser, ni tampoco tan barato como pensábamos. La respuesta que solemos obtener es que o bien no existen piezas de recambio para ese modelo o bien la reparación sale tan cara que casi es mejor comprar un modelo nuevo. El disgusto inicial se torna en perplejidad (¿me estarán tomando el pelo?), para dejar paso más tarde a la resignación (¡me están tomando el pelo!).

¿Por qué con los medios y avances actuales en todos los campos de la técnica no se diseñan los productos mejor? ¿Por qué no se diseñan para durar? Y, aunque se estropeen, porque todo se acaba estropeando, ¿por qué no hay más facilidades para poder repararlos?

Esto es la obsolescencia programada, la reducción intencionada en la vida de un producto para aumentar su venta y consumo. Los productos no fallan al cabo de un tiempo porque estén estropeados, sino porque han sido diseñados para fallar pasado ese tiempo. Como explica el experto Elías Chaves, “los productos no se diseñan para durar, sino para ir a la basura. Los ingenieros no crean la mejor máquina, sino la que genere el máximo beneficio con sus ventas”. Y esto tiene ventajas económicas, pero también tiene serios inconvenientes, que nos sitúan en un sistema productivo y de consumo insostenible.

Todo arranca en los años 1920, cuando los principales fabricantes de bombillas crean el cártel Phoebus, que fija los estándares de producción y venta, entre otros, y que limita la longevidad de cada bombilla a mil horas.Antes del acuerdo, algunas de las empresas fabricantes garantizaban en su publicidad 2.500 horas de vida útil para sus luminarias. En esos años, una influyente revista de publicidad norteamericana admitía que “un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”.

El diseñador industrial norteamericano Brooks Stevens es quien, en 1954, empieza a usar en sus conferencias el término obsolescencia programada. Para él esta denominación tiene que ver con el objetivo de la industria de “instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”.

Para conseguir ese efecto en el comprador las empresas deben mejorar la I+D+i de los productos que fabrican. Este hecho va a generar más puestos de trabajo y va a estimular la economía. Las nuevas versiones de los productos que compramos son teóricamente mejores y más eficientes, y las empresas maximizan sus beneficios.

Así, cada día se generan más y más residuos –electrónicos, entre otros– y se consumen más recursos. Para los primeros no siempre hay una gestión apropiada o ni siquiera un lugar donde depositarlos con seguridad, y los segundos no son infinitos. Se necesitan muchos más materiales para crear un producto nuevo que para ofrecer los repuestos para reparaciones. Además, si a los residuos generados no se les aplican criterios de circularidad (de la cuna a la cuna), donde deben implicarse las empresas productoras, se generan graves problemas de contaminación.

Solo en España, el consumo anual de materias primas se sitúa en 60.000 millones de toneladas. Los últimos datos revelan que para mantener nuestro nivel de vida y población actuales necesitamos tres Españas (nuestra huella ecológica es de 2,9). Según la Global Footprint Network, en términos globales y manteniendo este ritmo, antes del 2030 la humanidad consumirá cada año el doble de los recursos que es capaz de producir la tierra en ese tiempo.

Por otro lado, esto no deja de ser un engaño al consumidor. Se nos obliga a gastar más cuando no es necesario, al menos desde un punto de vista tecnológico, lo que conduce a la pérdida de confianza del consumidor en lo que compra, en los fabricantes, las marcas y en el servicio ofrecido. Para combatir la obsolescencia programada es básica nuestra actitud como consumidores.

La UE ha desarrollado un plan sobre economía circular que incluye, entre otras medidas, incrementar el reciclado y la reparación manteniendo el valor de los recursos, materiales y productos dentro del escenario económico el mayor tiempo posible. Para ayudar en este empeño es necesario que a todos los actores implicados en la reparación y reutilización se les garantice un marco normativo que impulse y ofrezca seguridad en su sector, otra de las claves de la economía circular.

Según este plan y sus recomendaciones, los fabricantes y marcas de informática y electrónica, además de los de grandes electrodomésticos, deberán permitir extraer y sustituir piezas fácilmente para reparar los dispositivos. Además, los usuarios deberían poder acudir a cualquier tienda de reparación para arreglar sus productos y prolongar así su vida y uso sin verse obligados a ir al servicio oficial del fabricante. Todo esto queda reflejado en las Directivas 2008/98/CE sobre residuos y 2012/19/UE sobre residuos de aparatos eléctricos y electrónicos, que incluye en su redacción la necesidad de favorecer la puesta en el mercado de productos duraderos y reparables.

Para conseguir estos objetivos, la UE señala la necesidad de que tanto los Estados miembros como los sectores industriales colaboren para, por un lado, crear una etiqueta específica que identifique aquellos productos fáciles de reparar y por otro ampliar la garantía de aquellos que se estropean con demasiada frecuencia. Se añaden, en el lote de medidas previstas, beneficios fiscales para aquellas empresas cuyos productos puedan repararse fácilmente para prolongar su vida útil.

El primer gran ejemplo en Europa y a nivel mundial lo tenemos en Francia, cuya Asamblea Nacional aprobó la Ley 2014-344 de 17 de marzo de 2014 (Ley Hamon) relativa al consumo, y también la Ley de Energía de Transición, relativa a la transición energética para el crecimiento verde, en febrero de 2015. Estas leyes impulsan la puesta en el mercado de productos duraderos y reparables y combaten directamente la obsolescencia programada con varios objetivos: reducir el uso y consumo de recursos naturales, disminuir la producción de residuos, impulsar el sector de la reparación y relocalizar en Francia la creación de empleo y la generación de riqueza.

Quienes infrinjan esta ley pueden ser castigados con penas de hasta dos años de cárcel y multas de hasta 300.000 euros.Además, las compañías infractoras pueden ser sancionadas con multas que podrían llegar al 5% del promedio de sus ingresos anuales en los últimos tres años. Sin ir más lejos, la fiscalía francesa va a abrir una investigación contra Apple por supuestas prácticas de obsolescencia programada.

En España, en marzo de 2017, la Comisión para el Estudio del Cambio Climático del Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad una proposición no de ley que insta al Gobierno a poner en marcha acciones contra la obsolescencia programada, que –en el marco de la normativa comunitaria– incluye medidas para prohibirla, el alargamiento de las garantías, la compra pública responsable, medidas efectivas en la reducción de residuos, etc. También se añaden medidas de apoyo económico a las empresas parar la reparación, reutilización y reciclaje de residuos. Pero, parece, en España vamos un poco más lentos de lo que deberíamos.

También en España, la asociación Feniss (Fundación de energía e innovación sostenible sin obsolescencia programada), se ha anticipado a estos movimientos de la UE y el Congreso. Ha desarrollado el sello ISSOP (Innovación sostenible sin obsolescencia programada), que pueden suscribir las empresas que cumplan ciertos requisitos de producción e innovación dentro de unos parámetros objetivos de sostenibilidad, incluido el hecho de que ninguno de sus componentes electrónicos se haya diseñado con obsolescencia programada. Hay 15 empresas que ya se han distinguido con este sello. No todas las que solicitaron el sello ISSOP lo consiguieron, pero a buen seguro que cada vez más empresas lo irán logrando. Es una alternativa ejemplar y muy necesaria para los tiempos de cambio que se avecinan.

Juan José Coble Castro es profesor de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad Nebrija

Artículo publicado en Cinco Días el 16 de enero de 2018

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