¿Hace falta reformar la Constitución?

“Españoles: ya tenéis patria”, proclamaba “el divino” Argüelles al presentar la Constitución de Cádiz que daba inicio a la contemporaneidad en España, a la nación liberal. Desde aquel primer texto constitucional, que afirmaba la soberanía nacional y establecía en su artículo 13 que el objeto del Gobierno era la felicidad de la nación, no han dejado de sucederse en España textos constitucionales, con paréntesis históricos, en el caso del último, demasiado largo.

Hoy hace 40 años, los españoles votaban en referéndum la Constitución que tanto se había hecho esperar, culminando un proceso de transición único en el mundo y estudiado por haber conseguido la reforma política del sistema sin ruptura brusca con el pasado: “de la ley a la ley”.

Los objetivos que se impusieron los miembros de la ponencia encargada de redactar la Constitución estaban muy claros: la reconciliación de los españoles y dotarlos de un marco de convivencia. La responsabilidad era grande: tenían en sus manos las esperanzas de millones de ciudadanos ansiosos de democracia y libertad. Había mucho en juego, no eran tiempos para veleidades o caprichos. Los diputados constituyentes desempeñaron un papel histórico y estuvieron a la altura como representantes de la nación, pues a pesar de sus diferencias ideológicas fueron capaces de ponerse de acuerdo en unas condiciones nada favorables. Se optó por el consenso, sin excluir a nadie, siempre que fuera en el mismo camino: el democrático, confirmando el lema in varietate concordia.

La obra de Gabriel Cisneros, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura, Manuel Fraga y Miquel Roca simboliza lo mejor de nuestra historia reciente. El pacto solemne de los españoles reconocía nuestros derechos y libertades y hacía nacer el Estado social y democrático de Derecho en el que vivimos y que nos ha brindado los 40 años de mayor estabilidad y progreso de nuestra historia. No en vano, nuestra Constitución es una de las más avanzadas y completas de Europa y referente de muchas de las iberoamericanas.
40 años después de aquel gran logro de los españoles, el escenario es bien distinto: el tan necesario consenso en democracia ha sido sustituido por el disenso; el admirado proceso de la Transición y la ansiada Constitución son ahora denostados y considerados un lastre por el populismo radical de izquierda y el independentismo catalán, que han irrumpido en la escena política pretendiendo, aunque con objetivos distintos, el debilitamiento del sistema constitucional.

Sin embargo, el problema no es la Constitución, que siempre se puede reformar; el verdadero conflicto de nuestra sociedad actual es la crisis política e institucional generada precisamente por las pulsiones populistas e independentistas, crisis a la que hay que hacer frente con más Constitución, es decir, reforzándola con cambios que la adapten a las nuevas circunstancias y ampliando su desarrollo legislativo, pretendiendo una mayor estabilidad político social. De manera que la Constitución debe ser la solución al problema y no el problema que hay que solucionar.
Sin duda y, a la vista de lo que estamos viviendo últimamente, hay reformas que realizar, como la del polémico Título VIII, reforzando y concretando las competencias del Estado por aquello de que in claris non fit interpretatio. También sería conveniente aprovechar el proceso de enmiendas para incluir una cláusula europea que nos proclame como Estado miembro de la UE y una mención a la justicia europea.

La cuestión es que para emprender estas y otras reformas, es necesario y conveniente el consenso, ese que tuvimos hace 40 años. Por lo tanto, antes de plantearnos las reformas, debemos preguntarnos –a la vista de la actual polarización y la división de la clase política y, por ende, de la sociedad– si es el momento más adecuado o corremos el riesgo de acrecentar la división. De tal manera que, si solo va a existir consenso para subsanar la antinomia del artículo 57 (que inmediatamente se aprovecharía para atacar la institución monárquica, institución crucial como factor aglutinante y estabilizador), la respuesta es, a todas luces, que no es el momento político para hablar de reformas constitucionales.

Luego, si bien es cierto que convendría actualizar la Ley de leyes, hagamos caso a San Ignacio de Loyola y en “tiempo de desolación” no hagamos mudanza. Por todo lo expuesto, podríamos llegar a la conclusión de que tal vez lo más sensato en este momento no sea tanto la reforma constitucional en sí, sino centrarnos en tratar de desencallar el actual bloqueo institucional con medidas como: la reforma de los partidos políticos –instrumento básico de la democracia– y la práctica política, que ha de ser leal con la Constitución y estar al servicio de la sociedad; una reforma de la ley electoral que promueva los partidos políticos de ámbito nacional; una reforma de la LOPJ para designar a los miembros del CGPJ que “desentierre a Montesquieu”; y enseñar la Constitución en las escuelas para que no pierda el apoyo social de las nuevas generaciones. Los ciudadanos españoles debemos estar formados en el espíritu de la Constitución para avanzar como sociedad sin complejos y exigiendo a la clase política el respeto hacia nuestras instituciones.

En definitiva, modificaciones que contribuyan a reforzar la Constitución y por tanto al Estado, porque si perdemos en Constitución, perdemos en democracia. “Conservar, mejorando” frase de Cicerón, resume muy bien el tratamiento que debemos dar a nuestra Constitución, a la que le deseo un feliz 40 cumpleaños y ¡que cumpla muchos más!

Teresa Martínez Díaz
Profesora de Constitución Española de la Universidad Nebrija

Artículo publicado en Cinco Días el 6 de diciembre de 2018

Fotografía de Cinco Días

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