Por qué la mayor desigualdad se da entre los más cualificados

El mundo ha experimentado un progreso educativo sin precedentes a lo largo de las últimas décadas. Si en 1980 alrededor de 175 millones de personas tenían estudios universitarios, hoy la cifra es de casi 850 millones. En el mismo periodo, el diferencial educativo entre mujeres y hombres, siempre favorable a estos últimos, se ha ido reduciendo paulatinamente hasta alcanzar hoy en día prácticamente la paridad en los países desarrollados y Sudamérica.

Parte de este progreso se ha producido gracias a políticas públicas destinadas a favorecer el acceso de niños y jóvenes a todos los tramos del ciclo educativo. Las personas con estudios son más productivas, encuentran más rápidamente trabajo, ganan más dinero, viven más tiempo, tienen más patrimonio y pagan más impuestos, contribuyendo así a generar recursos que posteriormente pueden ser utilizados en políticas de inversión y redistribución. La formación ofrece, además, un excelente seguro contra el desempleo y la precariedad, uno de los problemas estructurales que tradicionalmente más ha preocupado a los españoles.

Algunos datos son bastante ilustrativos. Las personas con estudios universitarios viven una media de 5 años más que el resto. Este diferencial puede alcanzar los 10 años en algunos países del este de Europa (Eslovaquia, Polonia, Hungría) y es en toda la OCDE más alto entre hombres que entre mujeres. Es decir, la educación supone un excelente seguro de salud. Por otro lado, y aunque los datos varían sensiblemente entre países, los trabajadores con estudios de grado y postgrado ganan alrededor de un 50% más que aquellos que tienen apenas estudios secundarios. Es muy probable, además, que este diferencial se amplíe en los próximos años, ya que el proceso de internacionalización de las transacciones económicas iniciado tiempo atrás ha redundado en un deterioro de la situación relativa de los trabajadores menos cualificados. De hecho, en muchos países éstos han experimentado pérdidas absolutas en sus rentas laborales. No es sorprendente, por tanto, que también exista una fuerte relación entre nivel educativo y patrimonio. En España, por ejemplo, el porcentaje de trabajadores con estudios superiores, 25%, se dispara al 60% cuando consideramos al 1% más rico de la población. Dicho de otra forma, un título universitario no garantiza una vida económica desahogada; sin embargo, la mayoría de los ricos tienen uno.

Como contrapunto, el progreso educativo comporta una serie de desafíos que debemos abordar. Una de las principales preocupaciones en los países desarrollados es la relación encubierta entre educación y desigualdad. Si clasificamos a la población en función de su nivel educativo, nos encontramos con que las mayores desigualdades de salario y renta se producen, precisamente, en el grupo de los más cualificados. Este patrón se ha acentuado durante los últimos años. En este punto, conviene notar que una desigualdad creciente puede tener efectos desfavorables para el progreso y la estabilidad política de las sociedades. De hecho, parte del surgimiento reciente de algunos movimientos populistas alrededor del mundo se debe a que importantes segmentos de la población, a pesar de vivir razonablemente bien, han visto sus expectativas frustradas al sentirse excluidos de (cuando no perjudicados por) los beneficios derivados del crecimiento económico y la globalización.

¿De dónde surge, pues, esta relación entre educación y desigualdad? El número de factores es considerable y mencionaremos apenas dos. En primer lugar, existen desajustes educativos en el mercado laboral. En los países de la OCDE alrededor del 25% de los trabajadores con estudios universitarios ocupan puestos de trabajo para los que no se requiere dicha formación, un fenómeno conocido como “sobreeducación”. Estos trabajadores no solo reciben salarios por debajo de su potencial, sino que también están más insatisfechos laboralmente. Otro porcentaje significativo de trabajadores, algunos de ellos universitarios, carece de las capacidades y habilidades necesarias para desempeñar de forma eficaz su trabajo. Desde un punto de vista global, estos desajustes suponen una pérdida de eficiencia. Crean, además, una dualidad en el mercado laboral, donde trabajadores bien remunerados y satisfechos, en razonable sintonía con sus puestos de trabajo, coexisten con trabajadores desencajados que no explotan su potencial. El segundo factor es el crecimiento exponencial de las rentas laborales percibidas por trabajadores cualificados con funciones de responsabilidad. El alto nivel de especialización requerido por empresas cada vez más globales beneficia prioritariamente a aquellos individuos que por formación y trayectoria encajan en perfiles profesionales quirúrgicamente diseñados. Paradójicamente, estos perfiles combinan un alto grado de especialización con competencias transversales de difícil adquisición.

Desde las universidades compartimos la responsabilidad de pulir estos desajustes. La tarea no es sencilla porque la mayoría de las ocupaciones que más se demandarán en 20 años aún no se ha anticipado. Esta realidad acentúa la sensación de que los universitarios de hoy se beneficiarán de forma muy desigual de su inversión educativa una vez accedan al mercado laboral. Habrá ganadores y perdedores. Por eso, desde la universidad debemos estar muy atentos a las necesidades y urgencias que las empresas enfrentan en su día a día. Para ello es necesario tender puentes e involucrarlas en el diseño (y patrocinio) de los programas universitarios del futuro, identificando vacíos de conocimiento, paquetes de habilidades, transversalidades entre áreas y oportunidades tecnológicas. Solo así estaremos en condiciones de proporcionar el talento y la autonomía que los estudiantes necesitan para explotar su potencial. Corresponde a estos, a fin de no malograr sus expectativas, ser exigentes con las instituciones, seleccionando universidades que, además de emitir títulos, tengan una trayectoria de impacto social a través de la transferencia de conocimiento, la investigación y la colaboración empresarial.

Santiago Budría
Investigador Principal de la Universidad Nebrija

Artículo publicado en Cinco Días el 01 de marzo de 2019

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