Siempre nos quedará la OMC

El 24 de mayo de 2019 surgió en los mercados el titular “May Makes Way” –en una traducción más interpretativa, “May deja sitio”–, en referencia a la dimisión de Theresa May como primera ministra británica y líder del Partido Conservador. Durante el mandato de May surgieron para la Unión Europea algunas inquietudes básicas sobre el Brexit, como las negociaciones bajo la voz única de Michael Barnier.

El 27 de julio de 2016, Barnier fue nombrado responsable de la Comisión Europea en las negociaciones para la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Seguramente, el Reino Unido no lo consideraba la persona más idónea ya que, en su etapa como comisionario de Mercado Interior, generó bastantes roces con las autoridades británicas. El tiempo ha puesto las cosas en su sitio y Barnier, con su estilo sobrio y disciplinado, ha gustado en la Unión Europea, sobreviviendo a casi tres años de duras negociaciones.

Más adelante surgieron otras inquietudes para la Unión Europea, como el riesgo de contagio a otros países de la UE, una crisis de confianza en el euro o el miedo a que pudieran surgir nuevas voces que cuestionaran la viabilidad estructural de la Unión Económica Monetaria. Finalmente, estas inquietudes fundamentales se han disipado, al menos en términos relativos, sin revestir ningún mal mayor.

Aun así, para la Unión Europea, el Brexit ha generado nubarrones en el horizonte europeo, como el renacimiento de algunos nacionalismos, cuyo impacto ha sido limitado; o las elecciones de Holanda, Francia y Alemania, que finalmente han tenido un resultado positivo para los europeístas.

La visión final de lo que pueda ocurrir con el Brexit, realmente, se desconoce. Como posible escenario se contempla que Boris Johnson se convierta en PM Brexiteer (primer ministro durante el proceso de Brexit) a principios de septiembre, bajo el mandato de salir de la UE sin un acuerdo.

Sigue existiendo uno de los obstáculos principales, que es el respaldo irlandés a la opción del acuerdo. Esto supondría mantener temporal o permanentemente a Irlanda del Norte dentro de la unión aduanera y del mercado único, mientras que el resto del Reino Unido los abandona. Este desacuerdo amenaza con resucitar fantasmas del pasado poco deseables en estos momentos de fuertes nacionalismos europeos.

Valorar la posibilidad de un no deal (salida sin acuerdo) no es una cuestión baladí. Solo el hecho de no llegar a un acuerdo el 31 de octubre, de que el Consejo Europeo no establezca otra extensión del artículo 50 –recordemos que se requiere que todos los miembros del Consejo Europeo acuerden una extensión, incluido Reino Unido–, o de que Londres no revoque el artículo 50, darían lugar automáticamente al no deal.

Hasta ahora, lo único que se ha conseguido en el pacto de diciembre de 2017 es el fin de la primera fase del Brexit. Esto, en resumen, consiste en mantener la libertad de migración hasta el 2019. Por otro lado, incluye asegurar que los ciudadanos de la Unión Europea podrán apelar al Tribunal Europeo de Justicia durante ocho años tras el Brexit para salvaguardar sus derechos. En otras palabras, ni Londres se escapará del Tribunal Europeo.

Asimismo, se ha mantenido la contribución del Reino Unido al presupuesto de la Unión Europea en los años 2018 y 2019 mediante el Exit bill de 45.000 millones de euros y se han conservado las libertades relevantes del Good Friday Agreement (Acuerdo de Viernes Santo).

El Exit bill, o factura de salida, supone la estimación acordada tanto por la Unión Europea como por Reino Unido del coste de la salida de este último, como si de un matrimonio se tratase. Esta factura está basada en la contribución a los presupuestos hasta 2020, en el pago de compromisos pendientes y en cualquier otra deuda o pasivo financiero hasta el fin de ese año.

Por otro lado, el llamado Good Friday Agreement fue el acuerdo firmado hace 21 años que puso fin al conflicto armado en Irlanda del Norte. Básicamente, en este acuerdo se consiguieron libertades como el permiso para las personas de Irlanda del Norte a identificarse como irlandeses, británicos o ambos, y por consiguiente el de tener un pasaporte de uno o ambos países.

Siendo optimistas, y eliminando el escenario anteriormente descrito como no deal, se establecen cuatro escenarios posibles post-Brexit, de mayor a menor integración.

El de mayor integración mantendría la situación actual, donde la Unión Aduanera y la regulación del comercio internacional son totales, sin la aplicación de aranceles, pero sí de la legislación de la UE.

El escenario del Espacio Económico Europeo (EEE) establece que Reino Unido tendría un estatus similar al de Noruega, Islandia y Liechtenstein, países en los que se establecen aranceles a los productos agrícolas y pesqueros, con una aplicación parcial de la legislación y de la contribución al presupuesto de la Unión Europea. Esta posibilidad incluye una gran ventaja, muchas veces no tenida en cuenta: la vigencia del espacio Schengen. O lo que es lo mismo, la abolición de las fronteras interiores entre naciones miembros para la libre circulación y sin restricciones de personas, servicios y capital.

También son posibles los acuerdos bilaterales al estilo de Suiza o Canadá, con aranceles sobre productos agrícolas y cierta convergencia en regulación comercial. O al estilo de Turquía, con gravámenes únicamente sobre productos agrícolas procesados.

Finalmente, existe una última opción a la que me gusta llamar, como dice la película, “siempre nos quedará París”. En ella, el Reino Unido llegaría a acuerdos bilaterales con la UE dentro del ámbito de la Organización Mundial del Comercio para cubrir todo tipo de productos y acuerdos comerciales.

Jorge Colvin
Profesor del Empresa de la Universidad Nebrija

Artículo publicado en Cinco Días el 31 de julio de 2019

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