Suspenso en igualdad

La universidad, como institución, ha sido pensada por hombres y sigue siendo mayoritariamente gobernada por ellos. Cuenta con menos rectoras (9 de 50 en las universidades públicas y 7 de 26 en las universidades privadas), menos catedráticas (el porcentaje de mujeres apenas ha subido 7 puntos, de un 15 a un 22% en los últimos 10 años) y menos directoras de departamento (un 29% en 2017, según el último informe Científicas en cifras). Estos datos dibujan dos grandes epicentros de desigualdad: la segregación horizontal (patrones de elección vocacional sesgados por estereotipos de género) y vertical (mujeres fuera de los puestos de poder). La propia CRUE en sus I Jornadas para definir la Universidad 2030 ha señalado como prioritarias cuatro preocupaciones transversales, entre ellas la Igualdad.

Sigue siendo necesario un compromiso explícito de todas las universidades para promover el liderazgo de las docentes, especialmente en lo que tiene que ver con su presencia en la investigación y en los puestos de poder y prestigio. Cuando son encuestadas (recomiendo el artículo de las autoras Ion, Durán-Bellonch y Bernabeu Tamayo, del que extraigo los siguientes datos), las mujeres hablan de un enlentecimiento percibido de sus progresos profesionales debido a la necesidad de conciliación, a la dificultad para acceder a determinados puestos de poder y al conflicto que representa asumir y progresar en una cultura universitaria modelada por hombres.

Al hilo de esto último, pensemos en la propia carrera académica e investigadora. Tal y como ha sido concebida, la consecución de acreditaciones profesionales se fundamenta en una continua y extenuante meritocracia (publicación de artículos científicos en revistas de prestigio, obtención de proyectos de investigación competitivos, asistencia a congresos, estancias en el extranjero…) que a menudo implica renuncias personales. Desde la Sociología de la Ciencia a la propia Comisión europea, algunas voces comienzan a plantearse quién ha establecido estos criterios y si de verdad son los mejores para definir qué es ser un buen docente e investigador. Cabe que, en el debate sobre la igualdad de oportunidades, nos planteemos también, desde la perspectiva de género, cuál es el modelo de ciencia dominante, a quién y qué privilegia y cómo avanzar hacia un modelo al servicio de la sociedad y que ponga en primer término la cooperación y la compatibilización.

Persiguiendo la paridad, el entorno universitario ha desplegado acciones compensatorias que a menudo son utilizadas para caricaturizar las medidas a favor de la igualdad. Las cuotas de equidad y las iniciativas para eliminar la brecha de género en las convocatorias competitivas siguen siendo vistas como poco objetivas o incluso, en un giro del argumento, como discriminatorias para los hombres. Aunque como mecanismo correctivo de las desigualdades este tipo de actuaciones pueden tener un impacto positivo, creo que cualquier feminista estaría de acuerdo en que lo deseable sería que no tuvieran que existir.

Recordemos que la universidad, desde su raíz etimológica, aspira a lo universal. Si en el camino deja atrás a las mujeres o sigue reproduciendo desigualdades, no será capaz de articular una visión de la realidad completa. La ausencia de mujeres en la ciencia y en los puestos de toma de decisión académica hace de la universidad un entorno menos rico y plural, pues solo la plena participación y el pensamiento de todos, independientemente del género, la edad, la raza o la procedencia social, sirve para avanzar en la construcción de un conocimiento no sesgado.

María Vaíllo, docente e investigadora en la Universidad Nebrija

Artículo publicado en El Economista el 18 de mayo de 2020

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