Sobreviven las metáforas de un niño que garabateaba en el vaho de los cristales

Este titular requiere una explicación, pero no ahora; se irá desvelando a medida que la crónica avance. Fernando Beltrán, el niño en cuestión, intervino en el ciclo Nebrija Brands Lovers, organizado por el Departamento de Publicidad de la Facultad de Comunicación y Artes de la Universidad Nebrija. Beltrán es un nombrador; es decir, crea nombres para marcas y productos, aunque no olvida que su origen está en la poesía, en “la fusión del vértigo y la belleza”.

“Alto, sonoro y eficiente” representan las tres cualidades esenciales de un nombre al que hay que asociar un producto, según Beltrán, director creativo de El Nombre de las Cosas. En la charla que dio a los universitarios, lanzó su propio canon del nombre en la siguiente cascada de conceptos: expresión, identidad, espejo, código, contrato, indicio, designio, motor, síntesis, posicionamiento, sintaxis, evocación, música, memoria, un ser vivo, carácter bandera, compañía y fervor.

“La persona de referencia en España dando nombre a las cosas”, como lo presentó la profesora Gemma Barón, resumió en poco tiempo su “trenza de vida” en la que la extrañeza se enreda con su biografía personal y laboral.  “Mis padres me entregaron intactas las metáforas de mi infancia. Yo me he apoyado toda mi vida en la lluvia, la gabardina o el paraguas para protegerme y abrigarme”, evocó.

“Nunca llegarás a nada”

Las condiciones ya son propicias para desarrollar el titular. De niño, Fernando escribía en el vaho que exhalaba en las ventanas de Lloviedo –término de creación propia que reúne `yo´, `Oviedo´y `lluvia´-. Con sus garabatos y con la nariz pegada al cristal descubrió que era “un forjador de metáforas”. A los ocho años, cuando tuvo que trasladarse a Madrid por trabajo de sus padres, mutó en rebelde y empezó a suspender en el colegio. Ahí escuchó lo de “nunca llegarás a nada”, que, con el tiempo, convirtió en un lema que repite como una letanía ante una reunión de trabajo.

A los quince años tuvo clara su vocación de escritor. Más tarde desistió de los estudios de Derecho al vender sus libros de primer curso en la Cuesta de Moyano. “Quemé las naves y llegué gritando a la poesía. Escribí un poema y me sentí útil porque salí corriendo a leérselo a alguien”, rememoró. Luego llegó “la bronca” con sus padres, la huida de casa, las paces, los cuadernos donde anotaba todo –y donde lo anota todo (tenía uno en su conferencia en uno de los bolsillos de su chaqueta)-, y las lecturas, entre las que confesó su debilidad por Dios ha nacido en el exilio, la novela de Vintilă Horia, en cuyo volumen rodeaba las palabras o frases que le llamaban la atención. “Cuando ya tienes claro lo que vas a hacer, aprendes la voracidad de aprender, de saber de todo”, dijo.

Después de oficios como bailarín de claqué o aparcacoches –sin carné de conducir- llegó a una agencia de publicidad en la que comprobó cómo se gastaba una ingente cantidad de dinero en campañas y otras acciones y nadie reparaba en la importancia de los nombres. Sin olvidar “el trabajo de escribir como una bestia”, Beltrán se decidió a los 31 años a “independizarse” y fundar El nombre de las cosas en “una cocina que se caía a trozos de un piso que se caía a trozos de una casa que se caía a trozos” por la zona madrileña de Quevedo. En ese entorno y en los hoteles de lujo donde citaba a los clientes y tras diez años “intentando convencer a la gente del pago de los nombres”, germinaron las historias “guapas y hermosas” del nombrador y sus 700 creaciones.

Rupturas y riesgos

En este nudo de su relato-trenza, Beltrán comentó detalles sobre algunas de sus creaciones. Si con Amena revolucionó el mercado de las telecomunicaciones al romper con las denominaciones de marcas en inglés, con Faunia, antes llamado Parque Biológico de Madrid, logró una afluencia masiva de visitantes. Con La Gavia, pensado para un centro comercial, llegó a nombrarse a todo un barrio y a su parada de metro, y para llegar a crear TEA (Tenerife Espacio de las Artes) llegó a dormir en el solar donde iba a construirse para ligar el espacio de arte a `tea´, la madera de pino de Tenerife y a su condición volcánica. También desveló cómo la valentía del nombre del buscador Rastreator al final venció a Pointer, “menos arriesgado”, que mencionaba directamente a una raza de perro de caza. Otro caso curioso fue el nombre que ideó para la sociedad estatal Expansión Exterior: P4R Apertura Española, aludiendo a la llamada apertura española del ajedrez ideada por Ruy López. Hubo más anécdotas y argumentos, pero todos desembocaron en esta opinión: “Uno aprende que tienes que poner el nombre que mejor vaya a funcionar; muchas veces no es el que más te gusta”.

Beltrán, después de compartir sus experiencias y un taller de dos días con los alumnos de Publicidad, dejó tres citas para la reflexión: “Todo objeto tiene un nombre natural. Hay que descubrirlo” (Platón); “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo” (Gabriel García Márquez, en el comienzo de Cien años de soledad) y “El poeta no cumple su palabra si no cambia los nombres de las cosas” (Nicanor Parra).

Todo lo demás son metáforas.

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