Crónicas madrileñas de un alumno internacional

Rodolfo Báez, alumno de postgrado de la Universidad Nebrija, narra su aventura al comienzo del Máster en Dirección y Realización de Series de Ficción.

Llegar a Madrid fue como tragarme un litro de vino de un sorbo. Aquí las horas tienen alas. El día apenas dura para comerse unos churros con chocolate. ¿Lo primero? Asombro. Imagínate que de repente estás ante una pantalla de cine, donde también eres parte de la acción. ¿La película? Extraña. Las primeras secuencias daban la impresión de que todos fumaban (en mi país casi nadie fuma). Así que de pronto parecía que la ciudad inhalaba un espeso cigarro. Semanas después, cuando una compañera comentó en clases que una nube de contaminación cubría Madrid, perfeccioné la imagen de la rubia fumadora.

Otra cosa que seguía sin entender y que se lo comentaba a mis compañeros muchas veces, era el frío en los huesos de los madrileños. “Se supone que han vivido aquí toda la vida, que sus cuerpos están acostumbrados a este clima, entonces ¿por qué todos andan con abrigos y bufandas, como si el frío les fuera extraño?” Una mañana no aguanté más y le “disparé” al profesor del Taller de Guión para Directores, Jaime Bauza Cotillas (dispara era su frase favorita). Él apaciguó mi espíritu. “Mira, no te creas que por ser madrileño se está acostumbrado al clima loco, pues aquí los choque atmosféricos son muy bruscos. En verano la temperatura sube del infierno, ahora es lo contrario. ¿Crees que puedes acostumbrarte a eso aunque tengas toda la vida para ello?” Así acabaron, por el momento, las cuestiones sobre el frío sin que esto pudiera librarme del catarro que me estremeció el pecho por semanas.

Olvidado el asunto climático, empecé a acariciar el pecho cultural de la gigante desnuda. Releí España contemporánea, de Rubén Darío, Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo. De alguna manera me negaba a perder mi identidad caribeña. Una tarde casi muero cuando, caminando por Moncloa, encontré la librería Juan Rulfo. En éxtasis empujé la puerta y me dejé arrastrar de unos pies que se habían vuelto ojos. Días después le enviaba una propuesta sobre un taller literario que de aprobarse llevaría el nombre del gran creador mexicano.

Las semanas antes de empezar las clases fueron un solo asombro. ¿Cómo eran las aulas? Lo mismo. Me fascinaban algunas materias, otras eran un desastre, no por el tema en sí o por quiénes las impartían, sino por mi bloqueo mental.

Disfrutaba hasta no querer terminar las cuatro horas de Guión de Series de Ficción: Géneros y Estructuras Narrativas, del profesor Daniel Tubau García. Ante él tenía la agradable sensación de sentirme inferior. Era un “come libros”. Daba la impresión de que había leído todo. Me encantaba hablar con un sujeto así. Solo en esta ocasión me fascinaba verme inferior a alguien. ¿Te fascinaba? Sí, porque ese sentimiento no era negativo, más bien, un favor a mi débil intelectualidad. La misma sensación la tenía en el Taller de Guión para Directores. Era lógico que me sintiera así, pues a pesar de las muchas cosas que hacía en Santo Domingo para sobrevivir, lo que siempre me ha salido sin esfuerzo es leer y escribir y ellos me daban trucos para mejorar ambas cosas. También disfruté mucho el Taller de Ayudantes de Dirección, con Begoña Casado. Nos reíamos como locos enseñándole dominicanismos como “vaina”, muletilla que acomodamos en cualquier lugar de la oración, (expresiones que jamás usaba, pero que en su acento madrileño sonaban tan divertidas).

¿El lado opuesto? Dirección de Actores e Interpretación. En ella aprendí muchísimo, más que en cualquier otra materia, desde Stanislavski, el duque de SaxeMeininger, André Antoine y su cuarta pared, las ocho preguntas de Tony Barr, el sí mágico… pero por encima del éxtasis del conocimiento estaba mi apatía por la actuación. Había pasado mis últimos diez años creando personajes y dictándoles normas, por eso me aterraba ponerme en el laberinto que yo mismo había construido. Sin embargo Saida Santana (la profe) me hizo uno de los regalos inolvidables de Madrid; me desveló la existencia de Leopoldo María Panero y su Canción del Croupier del Mississippi. Una pieza poética que revolucionaría mi invierno. Por eso le escribí algo que no me enteré si leyó. ¿Tratando de demostrarle que no eran del todo malas sus clases? No lo sé, pero me hacían escribir y era suficiente. Cuando lo terminé se lo envié por correo. Nunca me respondió.

Así inició la aventura del Máster en Dirección y Realización de Series de Ficción. ¿Lo demás? Pecados de los que serás confesor.

 

 

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